martes, 14 de septiembre de 2010

El duelo.

Recuerdo aquel duelo,
tenía solo ocho años
cuando un vil golpe
rompió su frágil cuello,
ahora postrado en su lecho
parecía reír en silencio,
pero no le dejaban
pues un enorme pañuelo,
amarraba su boca
con firme desasosiego.

Grandes ventiladores
enjuagaban la alcoba,
haciendo balancear
una lámpara que en el techo,
formaba con su luz sobras
que recorrían paredes y suelo.

A los pies de la cama
varias mujeres de negro,
con llantos rezaban
entre murmullos y lamentos,
la que tenía un rosario
tapaba su cara con un velo
y la madre del difunto
entre gritos y gemidos
se arrancaba el cabello,
maldiciendo el momento,
rendida por el desespero.

En la entrada de la estancia
un ataúd oscuro como el cuero,
esperaba ser su morada
para hacerlo eterno,
sobre el un brillante crucifijo
parecía desprender estrellas,
que forjadas en el vaivén
de la lámpara del techo,
rebotaban en sus esquinas
formando con su plata
esos destellos.

Y fue al despuntar el alba
que a hombros
cargaron el féretro,
hasta llegar a una iglesia
donde adornaron
su pálida cara,
con la tibia luz
de velones de muerto.

Un Sacerdote ofició la misa,
todos estaban en silencio,
tras el último rezo
volvieron a cargar el féretro
y entre campanas de difuntos
llegaron al campo santo,
otra vez con llantos y lamentos.

El sepulturero abrió un nicho
y allí lo introdujeron,
tras una fina capa de yeso
pudieron taparlo luego,
dejándolo solo
encerrado, eterno,
desamparado en silencio.



Pobrecitos los muertos,
Que solo quedo mi amigo,
Que triste su recuerdo.


Joseán, septiembre 2010.